martes, 24 de septiembre de 2013

Literatura y cine: Muerte en Venecia




¡Buenas tardes cinéfilos! Hoy quería dedicarlo a una de mis películas favoritas, Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1971), del gran director Luchino Visconti. Es la segunda de la “trilogía alemana”, basada en la obra homónima del novelista Thomas Mann (Der Tod in Venedig, 1912), a propósito de la vida del compositor Gustav Mahler (1860-1911).

Esta cinta es una ilustración de la más excelsa e inalcanzable belleza ideal que mantiene su pureza eternamente y que es reflejo de la verdad, de ahí que el concepto quede inextricablemente unido a la República, al Banquete o al Fedro de Platón, pues el personaje principal que hace de alter ego del compositor Gustav Mahler (encarnado magistralmente por Dirk Bogarde, incluso hablándose de su mejor interpretación) se muestra como incansable contemplador de la belleza, la cual no puede ser tocada y, por tanto, se torna imposible desprenderla de su perfección casta e inocente. Así, el director demanda de nosotros esa misma observación de la idea de belleza perfecta, más allá de las manifestaciones particulares que manipulamos, empañamos y violentamos.

De este modo, a principios del posromántico siglo XX, el compositor Gustav von Aschenbach (apellido que se traduce como “Río de cenizas”) abandona Munich tras una temporada en el infierno, embargado de frustraciones y de un espíritu senil; ya que había perdido a su hija y a su mujer, su salud mental y corporal decaía y su última obra había sido un rotundo fracaso por el que fue abucheado públicamente. En estas circunstancias, el artista alemán busca en Venecia el renacimiento de su equilibrio, mientras el Adagietto de la 5ª Sinfonía de G. Mahler corona la historia. De esta forma, pasa la temporada estival hospedado en el Hotel des Bains en la isla del Lido (estación balnearia que gozó de gran prestigio a finales del XIX y principios del XX), imbuido por una pátina de posromanticismo y decadencia aderezada por paisajes y ambientes plásticos que reconocemos en las obras de pintores como Turner, Canaletto, Sorolla y Renoir; así como lugares emblemáticos de Venecia entre los que cabe citar la Plaza San Marcos, el Teatro La Fenice, la isla del Lido, Bolzano y los Dolomitas.

Allí y solo allí, podría acontecer el suceso más importante para Aschenbach y el mejor homenaje al amor cortés que he divisado en la cinematografía: el descubrimiento de la más elevada belleza, la más virtuosa, pura y sobrecogedora; cuando el compositor divisa entre el gentío a un andrógino (¡Pero el arte es de por sí ambiguo, Gustav!) adolescente polaco de unos 13 años llamado Tadzio, que posee los atributos de la donna angelicata de G. Guinizelli, pues representa la perfección espiritual que entra a través de los ojos mediante la idealización física, caracterizada por los cabellos rubios, la piel pálida, los ojos claros y los labios color coral. Ejemplo de ello lo tenemos en Don Quijote: “Su nombre es Dulcinea... su hermosura sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los Imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a las damas: que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos de cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve.”

Gustav, movido por su amor y obsesión, se dedica a seguirlo y observarlo, y sucede lo que es esencial: solo se intercambian miradas, sin que haya entre ellos ni una sola palabra y, por tanto, ni una sola comunicación mediante el lenguaje humano. En este contexto, no es de extrañar la preponderancia absoluta de la imagen con la fotografía de Pasquale de Santis (también en La caída de los dioses) sobre la palabra, reduciéndose esta última sorprendentemente, de modo que se apela a un amante de la contemplación que se permeabiliza en los movimientos lentos y delicados de la cámara, así como en los reiterativos zooms que intensifican el poder de las imágenes, las cuales nos exigen la agudización de nuestra percepción para captar los tropos que acechan en los detalles. Se apela, en fin, a un místico hipersensible que se embriague y en quien todos sus sentidos se vean excitados mediante la visión de la hermosura de la humanidad y de todo objeto terrestre digno de este título.

Conforme avanza el largometraje, se acentúa su debate interno entre razón y deseo, advirtiéndose ciertas pinceladas que amenazan con erotismo la anterior adoración sagrada, como se infiere del flashback de la prostituta. Así, se decide por abandonar Venecia y volver a Munich para alejarse de la imponente fuerza que cobraba su ímpetu hacia Tadzio, pero por un incidente se ve interpelado a no abandonar Lido. Sin embargo, “algo huele a podrido” en Venecia, donde se cosen motivos del romanticismo tardío, estando presentes la poesía de los seres melancólicos, subjetivos y lánguidos con aspecto enfermizo, incluso acicalándose para poseer tal aspecto de fatalismo. Estos individuos pertenecen a la nobleza, con una educación que les persuade de no hablar glotonamente o reírse, pues se toman muy en serio sus vidas (nótese el contraste insultante que supone el personaje del hampa que ríe y canta sin dientes), de modo que sus caras reservadas y sus posturas y gestos son artificiosos e incómodos, sacrificando la naturalidad en aras de un ensalzamiento de la estética. De igual modo, se retrata la degradación gradual a la que se va sometiendo la vida de toda persona mediante la vejez, posicionándola en armonía con la degeneración de la ciudad: Aschenbach es testigo de que la muerte está extrañamente acechando aquel lugar, ya que están desinfectando las calles y cuando pide explicaciones a los lugareños, les responden con sospechosas evasivas. Finalmente, se entera del destino fatal: una epidemia aflige a la ciudad de los canales. Su primer pensamiento es el de regresar a Munich y avisar a la familia de Tadzio de que ellos también abandonen el lugar, pero decide silenciar la razón, para seguir cerca del joven polaco al que ama. Es decir, prefiere la muerte que separarse de la belleza. Tal y como dice Visconti: "Aquél que ha contemplado la belleza, está condenado a seducirla o morir". Y en el filme se establece un paralelismo entre el compositor y la ciudad, porque Venecia prefiere la muerte que vivir sin turistas, es decir, antes de que la belleza muera sin un contemplador.

La cinta está a punto de terminar. El hermoso Tadzio que ha permanecido intachable e imperturbable, va a ser manchado, produciéndose el contraste de dos juegos en la arena de la playa: el primero, cuando cogía conchas para su madre y se llenó de arena, pero que fue un acto de pureza; y el segundo, cuando la arena le lleva a un tímido descubrimiento de la agresividad humana. Así, la escena final es absolutamente magistral, con un Aschenbach maquillado a quien le cae el tinte cabelludo por su rostro, y muere mientras observa cómo Tadzio a lo lejos se va introduciendo en el mar calmado (tras aquel casi imperceptible comienzo de pérdida de la inocencia), y señala misteriosamente con el dedo un punto ambiguo en el horizonte. Pero la belleza se basta a sí misma, y la película acaba con Tadzio ajeno a la muerte de su contemplador.

Por otra parte, en este filme Gustav tiene cerebrales conversaciones con su amigo músico Alfred acerca del arte, protagonizando diálogos que también recuerdan a Platón, en tanto que el uno representa el contrapunto del otro, de forma que de la complementariedad y los puntos de vista extremos se alcanza una suerte de verdad o postura moderada. Según Gustav: “El arte es el principio más sublime de educación, el artista debe ser un personaje ejemplar, un modelo de equilibrio y fortaleza.” Sin embargo, sus ideas se vuelven trémulas porque es la observación de la belleza de Tadzio la que parece renovarle e inducirle a la creación artística. Es esta la que ennoblece su espíritu y lo sitúa por encima de lo humano.

Para el papel de Tadzio, Visconti escogió a Björn Andresen, elección fruto de un extenso proceso de audiciones que pueden verse en el documental En busca de Tadzio: http://www.youtube.com/watch?v=dPyootO0uGw

. Un dato de dudosa objetividad señala que Miguel Bosé fue uno de los candidatos, pero que su padre se negó.

Otras músicas de la película son: La 3ª sinfonía (Mahler), la opereta “La viuda alegre” (Lehar), la canción popular napolitana “La risata”, “Canción de cuna” (Mussorgsky), y “Para Elisa” (Beethoven).

Por otra parte, inspiradas en esta película se crearon el Ballet de John Neumeier y la Ópera de Benjamin Britten.

¿Qué os parece esta película?

Puntuación: 10/10

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