miércoles, 22 de mayo de 2013

Las Ferias del Libro o el libro como fiesta de la vida. El Club Express, 21/mayo/2013

Recomendaciones de la Crítica Curva para ElClubExpress | Reflexiones sobre el placer de leer

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ALGO NO HEMOS HECHO BIEN
Cada vez son menos las casetas que pueblan esta ciudad intermitente que es la Feria del Libro. A los que encontramos en la lectura y la escritura nuestra razón de vida, debería preocuparnos. ¿Acaso no hemos sabido insuflar nuestro entusiasmo a los primeros lectores? ¿Usamos quizás técnicas erróneas de iniciación a la lectura? Con lo útiles y lo bellos que son los libros, ¿Cómo es que las Ferias de Libros no se convierten en nuevas ciudades efímeras tan grandes como las que habitamos?
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NO ES VERDAD QUE SE LEA MENOS
Si cogemos distancia y vemos la realidad de manera pragmática, hoy por hoy leemos más que nunca. Cada vez que acercamos nuestra nariz al móvil cuando no es para hablar o responder una llamada, es para leer un mensaje de Whatsapp o SMS o para responderlo. ¿No es esto acaso escribir y leer? Cada vez que abrimos el ordenador estamos leyendo. Cuando vemos la bandada de anuncios que nos cubren por las calles y que escupe la televisión, leemos. Si nos paramos por un instante y miramos a nuestro alrededor comprobaremos que las palabras sobrevuelan nuestros ojos en forma de manuscritos, facturas, folletos, recetas de cocina y demás entes cotidianos. Aun así parece haber cierto recelo con los libros. ¡Con lo que nos han dado los libros! Y su particular fiesta anual que es la Feria del Libro este año ha contado con un menor número de casetas. Aunque podemos estar de enhorabuena. Más afluencia y más ventas. Al menos diremos que hemos conseguido subir un peldaño. Pero nos asaltan las preguntas: ¿Por qué ha tenido esta Feria del Libro de Sevilla mejores ventas que el año pasado? ¿Por qué más visitantes? ¿No es verdad que estamos en plena recesión económica? Pero, ¿Acaso tiene algo que ver la economía con el pensamiento? Indudablemente buscamos respuestas, y no sólo ahora. Cuando somos niños preguntamos por todo. La adolescencia es una vorágine de preguntas y réplicas conseguidas a través del ensayo/error, y ahora buscamos la salida a esta crisis moral y humanista a través de los libros. Quizás sea eso, la desesperación que lleva al ser humano hacia el último recurso. Quizás esta crisis ponga al libro de nuevo en su lugar.
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HACER UN LIBRO ES HOY MUY FÁCIL
Hemos conseguido reproducir, encuadernar y distribuir contenidos con costes mínimos y en tiempo récord. Y si hablamos del libro electrónico, la creación y distribución se produce de manera exponencial y llega a todos los rincones del planeta. Algunos amantes del libro ven un peligro en este nuevo soporte, pero no tiene más que virtudes. Y una de ellas es el hecho de la reinvención de un sector que estaba produciendo libros en papel como ricas rosquillas de humo. Afortunadamente el ser humano siempre ha sabido adaptarse al medio. Somos supervivientes. Cosas peores hemos pugnado. Y una de las salidas que los amantes del libro han encontrado y aplaudido es la creación y difusión de los llamados “Libros de Artista” o “Libros Objeto”. Nada nuevo bajo el sol, pero sí una forma de entender el libro de manera artística aportando el valor de lo único o exclusivo. Un fértil campo de experimentación que nos está dejando joyas maravillosas y que está empezando a tener sus propias Ferias, como son MASQUELIBROS y la Feria Editorial Independiente Libros Mutantes en Madrid, ART LIBRIS y HUMAN BOOK en Barcelona o LAEE, FERIA DEL LIBRO DE ARTISTA Y EDICIONES EXTRAÑAS que verá la luz el próximo 13 de mayo en Sevilla.
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¡OH, LIBROS MÍOS!
¡No temo exagerar si os digo que toda la luz de mi vida os la debo a vosotros! Y es que en verdad no hay luz más allá de la que vosotros emanáis. Pues yo Libro soy y al Libro adoro, y en él creo y a él solo amo. ¡De cuántas cárceles y cuevas oscuras me habéis socorrido! ¡De cuántos castizos prejuicios inapetentes me habéis librado! ¡Y que seáis más vida que la vida misma! ¡Y que seáis el único alimento para concebir a mis hijos! ¡Y que bajo vuestro nombre todas mis horas queden subyugadas con tanto deleite! No puedo más que admitir que solo he amado honestamente a quienes revelaban un espíritu esencialmente heroico, aquella indomable grandeza que sellan inmortalmente cuatro gigantes, que una vez fueran llamados Homero y Shakespeare y Goethe y Cervantes, nuestro Cervantes. Ni tampoco podré borrar a quienes me insuflaron tal adoración, mis maestros. Recuerdo cómo clamaban, imitando los sabios signos que articulara Kant, el “¡atrévete a saber!” ilustrado, con la firmeza de quienes empuñan una espada y la enarbolan al cielo de la Verdad. Sin duda, hay hombres que dicen llamarse escritores en quienes se encarna Hermes, aquel mensajero y “jefe de los sueños” en palabras de Homero, que se ocupaba de trasladar la materia deleitable a las almas moribundas. No puedo más que admitir, en fin, que solo he amado a todos cuantos no se instalan en la existencia, sino que trasiegan vivaces con la insondable duda que esbozara Heidegger: “¿Por qué hay algo en vez de no haber nada?” Y pasar así por la vida, de la cuna a la tumba ora el libro, ora el libro; y hablar con el estoicismo de Siddharta, la ausente mediocridad de Don Quijote, el brío del joven Aquiles, el anhelo vehemente de justicia del mítico rey ciego de Tebas, y la insondable ambigüedad que procurara Mefistófeles en sus discursos lascivos a Fausto. Y querer ser dueño de un mundo como Dios en la Biblia, y sentir las gélidas aguas que embebieron a Virginia y a Ofelia y a Luis Alejandro y a Gulliver; y a veces seguir el sugestivo viaje de Dean Moriarty para vender el alma al diablo por una gota de olor a goce eterno. ¡Oh, el goce! Érase una vez la mujer fiel, la Penélope que esperaba incansable el regreso de su amado Ulises a la tierra de Ítaca. Érase una vez las mujeres supercheras y dueñas del alma humana, que burlaban a la Muerte gracias a sus ardides y a las que pusieran por nombres Sherezade y Celestina. Y érase una vez, por fin, las mujeres nacidas para ser amadas, y que por ser tantas, solo mencionaré a la dulce Teresa. Pero hay mucho más en los libros: leer a Byron, no ya sobre la tumba de algún desconocido como él solía hacer, sino en el verde jardín, en esas modernas Arcadias felices, y sentir que no hay nada más voluptuoso mientras libas el suave néctar de unas fresas. ¡Y que mi pena de amor haya podido ser domada al conocer el dolor inconmensurable de Fortunata! ¡Oh, libros míos que alimentáis el pecado original! ¡Cuántos universos totales me habéis dado a luz! ¡Y cómo habéis ensalzado a las obras de arte protegiéndolas del extravío! Si Yahveh me castigara por haber comido de aquel árbol, yo le rezaría a Dante. Y confieso que del Carpe diem solo supe vivir para leerlo. Y que he soñado con escribir en el castillo del rey loco, a la manera en que lo hicieran Lamartine y Dumas. Pero que nos libren de la espontaneidad, aquel mal bufón que habita no pocos libros que no sobrevivirían al escrutinio incendiario y custodio del pensamiento, porque alimentan la charlatanería de modo semejante a las modernas circes televisivas, consumiendo páginas y páginas sin ni siquiera avistar la gruta de la sustancia impenetrable. Sin embargo, los grandes libros moran cabizbajos en los estantes, porque carecen de selectas alcahuetas. Se celebran ferias para incorporarlos al mercado, pero desde una elocuencia empobrecida y una estética comunista. La feria, si la miramos con ojos de demiurgo, debería tener como la más excelsa de sus aspiraciones crear espacios sublimes para enaltecer a los libros, donde todos los paseantes quieran quedarse, porque son lugares acogedores, cómodos y agradables, donde los libros se sitúan en pedestales venerables. ¡Ojalá el dulce espíritu de Oscar Wilde hallara su tribuna en las ferias!: “La belleza es la única cosa a la que el tiempo no puede ocasionar daño alguno. Las filosofías se dispersan como la arena, y las creencias se persiguen unas a otras como las hojas marchitas de otoño; pero lo que es bello constituye un gozo en toda estación y una posesión por toda la eternidad.” Y si bien se entendiera, el libro debería ser elevado a objeto cuyo deseo de posesión sería alimentado por aquello de que no se aposentará el reino del dolor donde habita la belleza. Y si bien se recogiera esta máxima, el autor se dedicaría a difundir su arrebatadora personalidad y convencer a los espectadores de que serán sumergidos a un éxtasis continuo de gnoseología y deleite, de locura y lucidez, donde la indiferencia quedara maltrecha y olvidada gracias a que el alma del insigne alemán del eterno retorno poseería a todos los espectadores: “¡Enviadme delirios, convulsiones, horas de claridad y de oscuridad repentinas; espantadme con estremecimientos y ardores que no hayan experimentado jamás mortal alguno […]! Y sin embargo, aunque fuese verdad aquella algarabía de que todo está escrito, bien como dicen los aficionados a la astrología de tono superchero, bien como lo hacen los discípulos del canon, ¿acaso no será una tarea complaciente para la ambiciosa mente humana el competir con Shakespeare al expresar el amor, y aún más superarlo? ¡Oh, libros míos! Podréis cambiar vuestra máscara, como auguran los nuevos tiempos, pero os pasearéis entre leones coronando de rosas vuestras inmortales cabezas sapienciales.

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