martes, 24 de septiembre de 2013

Grandes maestros del cine: Ingmar Bergman





Ingmar Bergman (1918 - 2007) es el maestro de los maestros del séptimo arte, el gran cineasta de todos los tiempos. Lo descubrí con 20 años a través de su película Gritos y Susurros y comprendí que ya nunca podría separarme de él. Nunca antes había podido imaginar una belleza tan extraordinariamente poderosa como la que él reúne en sus obras, una sublimidad que me hace sentir acompañada de una forma profunda y placentera a través de sus palabras:“Siento esto cada vez con más fuerza. El deseo de penetrar los secretos que hay detrás de los muros de la realidad […] He rozado esos secretos sin palabras que solo la cinematografía es capaz de sacar a la luz”.

Cómo no adorar su diligencia, su terror por la espontaneidad (“Preparo mis números con extrema minuciosidad, casi con pedantería”), su afán por superar a todos los que se dedican a su profesión, el enamorarse delirantemente de sus actores, su elegancia, la disciplina que se vislumbra en cada detalle o el hablar de su última esposa como el gran amor de su vida. Bergman, herido y astuto, vive en un ininterrumpido sueño, con pensamientos obsesivos, desde el que a veces visita la realidad: “Durante 20 años -afirma el cineasta- he transmitido, incansablemente y con una especie de furia, sueños, vivencias, fantasías, ataques de locura, neurosis, conflictos de fe y puras mentiras.” Para Bergman todo es irreal, fantástico, aterrorizador y ridículo, todo es mentira embarazosa y hazañas secretas. Atraído siempre por lo lúgubre y lo espeluznante, pero incapaz de entender las grandes catástrofes; por lo cegadoramente puro y suprarreal, por los colores nunca realistas, por la abismal serie de personajes misteriosos o por el atractivo de las personas cuando llevan su máscara.

Ingmar Bergman sobreexcitado, arriba a las 4:30 de la mañana, inquieto, de insoportable e ilimitada curiosidad, a punto de llorar. Crea en el mismo centro del cerebro, del alma, del corazón, de los nervios, de los genitales, del estómago y afirma: “En mí la creación artística siempre se ha manifestado como hambre”. Al parecer, un entusiasmo y un deseo desconocido por crear nacía de la desesperación, la extenuación, laxantes y pánico: “Mira qué brazo tan largo tengo y por todos los sitios no hay más que vacío”.

Por otra parte, la relación del director sueco con su infancia es ininterrumpida. Vivió constantemente a lo largo de su vida, tambaleándose por aquellos cuartos lúgubres donde fue educado bajo los conceptos de pecado, castigo y perdón; y a los que respondía ya adulto con un “yo soy mi propio dios”. Se sorprende de que la gente le tome en serio, de que escuchen respetuosamente sus opiniones y se haga lo que él dice, pues no somos más que niños.

Cuando se refiere a sus relaciones humanas, alude a la amarga lucha con sus padres, al hecho de que no podía hablar con su padre, de los muchos hijos que tenía y a los que apenas conocía, a que se aislaba de relaciones con los demás, de que amó a una mujer con la que no podía vivir.

Se sentía no bastante fracasado, sino fracasado de verdad, aunque al mismo tiempo exitoso, capaz, ordenado y disciplinado; con un cumplimiento maniático de las normas como forma de salvación. Esforzándose por ser un extraordinario profesional, será con Persona y Gritos y Susurros donde llegará al límite de sus posibilidades, como él mismo reconoce. Pero esa autodisciplina positiva a veces pasa a autocoacción daniña y llega el Bergman enfermizo, asustado, depresivo, nostálgico, sentimental, con temporadas en el hospital, pero obligando a sus fantasmas y demonios a ser útiles, por lo que fue allí, ingresado, donde escribió algunos de sus guiones, como es el caso de Fresas Salvajes. Y lo vemos decir: “Paciencia, paciencia, paciencia, paciencia, paciencia, nada de pánico, no tengas miedo, no te canses, no pienses inmediatamente que todo es triste.” Y también: “Si no me sintiese tan mal, sería divertido”.

Por lo que respecta a su relación con nosotros, con su público, siempre se ha avergonzado de su necesidad de agradar, lo que manifiesta desde niño al tratar incansablemente de exhibir sus habilidades: “Nunca me parecía que mis prójimos me prestaban suficiente interés”, declara Bergman en su obra Imágenes. Aunque, al mismo tiempo, no ha cesado el ímpetu por hacer lo que realmente le hace ser él mismo, prescindiendo de toda adulación: “Capturo una mota de polvo en el aire, tal vez sea una película ¿Qué importancia tiene eso? Ninguna, pero yo lo encuentro interesante, por tanto afirmo que esto es una película. […] Esto y solo esto es mi verdad. No pido que sea verdad para otra persona.”

En fin, qué se puede decir de Bergman, de la cara de Bergman, de sus ojos.

Citas: Ingmar Bergman, Imágenes, Tusquets Editores, Barcelona, 2007.



Sitio web: Claudia y el cine

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